miércoles, 30 de octubre de 2013

Movimiento I

Boulevard du Temple, 3ème arrondissement, Paris, Louis Daguerre, 1838
Hay algo de metafísico en esos edificios afiladamente rectos. En las ventanas también rectas no hay nadie. Sólo el bulevar empedrado que dobla, suavemente. 
No hay nadie, salvo los árboles y las farolas de gas que están allí sólo para señalar cómo la imagen huye, huye hacia el fondo buscando un horizonte que no encontrará porque en las ciudades no hay horizontes.
Ahora, entrecerrando los ojos… Sí, allí hay alguien, en la esquina, cerca del cordón. Un hombre con la pierna flexionada y tal vez… Sí, definitivamente. Es un burgués que se hace lustrar las botas.
Esta París desierta no es la que ve Louis Daguerre (1787/1851). En esa mañana iluminada el bulevar del Templo, cerca de la plaza de la República, hormiguea de parisinos. Costureritas, panaderos de baguettes, obreros de gorra y blusa, los mismos que harán la gloriosa Comuna de 1848 dentro de diez años.
Los carruajes también vienen y van con su bochinche de adoquines.
Precisamente porque se mueven es que no aparecen en el daguerrotipo. El tiempo de exposición, aun a todo sol, es de, por lo menos, diez minutos. En menos de ese tiempo, son imperceptibles para la cámara oscura.
Lo único que la máquina registra es ese caballero y su lustrabotas. Dicen quienes lo quieren mal que Daguerre dispuso que se quedaran quietos el tiempo necesario para que la emulsión de plata los viera.
Los únicos cuerpos que se ven son los que están quietos, como muertos. Los cuerpos que están vivos no se ven, el movimiento los ha borrado. Toda una paradoja para la fotografía, que debiera ser la memoria fidedigna de los cuerpos.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Lo imposible del deseo

O impossível, Maria Martins, 1945. Museo de Arte Latino Americano, Buenos Aires
Se tocan. Se muerden. Se calientan. Se penetran. Se hacen. Se des-hacen. Se meten la lengua. Se meten el cuerpo. Se cuerpan. Se descuerpan. Se existen.
Quieren ser uno. Es imposible. Lo que quiere decir que un solo cuerpo, como desearían, es im-posible. No-se puede. Por un momento sí, por un momento pueden. Pero no, no pueden. Imposible. No pueden ser uno. Pese a las dentelladas.
Sus cuerpos son distintos. Nacieron y morirán ensimismados, en sí mismos. Entre ellos hay un abismo, una discontinuidad. Pero quieren ser continuos, quieren que sus cuerpos sean un solo cuerpo. Como no pueden, celebran el sacrificio de la carne. 
“Esencialmente –dice Georges Bataille-, el campo del erotismo es el campo de la violencia, el campo de la violación”. ¿No es violento, acaso, querer romper la discontinuidad del otro cerrado sobre sí mismo? ¿No es violento forzar la discontinuidad del otro para ser un todo continuo con él? 
O impossível de la brasileña Maria Martins (1894/1973) muestra los excesos del sexo (tómese nota: exceso, sexo). O impossível es el momento en el que los órganos se hinchan de sangre y borbotan la sexualidad. El instante en el que la animalidad nos hace gloriosamente humanos.

miércoles, 2 de octubre de 2013

La cicatriz

Prometeo, José lo Spagnoleto de Ribera, circa 1630
El pájaro acaba de dar el picotazo. Lacerante, rojo, negro de águila negra. 
El cuerpo grita. Los músculos se contraen como garrotes secos. El dolor sale a los gritos de la boca abierta porque el cuerpo no puede contenerlo. Se va, sube al cielo oscuro del Cáucaso, que tampoco puede. 
El dolor no es lo peor. Lo peor es la herida ininterrumpida.
Ahora es de mañana. Lo sabemos por el águila que viene por el hígado. A la noche la víscera volverá a crecer. Ocurrirá la arquitectura de la piel, que acude con sus sueros y sus tejidos a reparar la invasión del mundo. Porque eso es, al fin y al cabo, una herida; la irrupción del mundo en el cuerpo. El pico córneo del águila. 
Zeus es cruel, como todos los dioses. Prometeo nos trajo la semilla del fuego en el hueco de una caña. Y el fuego se hizo.  
No hay pecado más grande. Por eso el titán yace encadenado en Escitia. Por eso el águila que picotea la carne viva, no la carne corrompida pero amable de la muerte. ¿Es esto lo más doloroso? No, no lo es. 
La tragedia de Prometeo es que la herida no cicatriza. La cicatriz es memoria. Si no hay cicatriz, el presente está siempre presente; no hay pasado que quede piadosamente atrás.