miércoles, 29 de mayo de 2013

El regocijo y la punzada

El rapto de Ganimedes, Michelangelo Buonarroti, 1532.
Colección Real en el Castillo de Windsor
El águila tiene hambre de ese cuerpo. Se pega a él en el ímpetu de las alas. Retiene las piernas para inmovilizarlo. El pico fuerte es una amenaza. O una promesa.
El cuerpo del hombre tiene la precisión de los músculos sin embargo laxos. La reclinada cabeza cede, mancebamente.
El muchacho es Ganímedes, el hijo del fundador de Troya. El águila es Zeus que lo rapta, vuelo arriba, y se lo lleva al Olimpo. Allí será el copero de los dioses. Robert Graves dice que Ganímedes viene de ganuesthai y de medea, "regocijándose en la virilidad".
Éste es el regocijo de Michelangelo Buonarroti (1475/1564). Un regocijo que es una punzada. Chi mi difenderà dal tuo bel volto? (¿Quién me defenderá de tu bello rostro?), se preguntó alguna vez.
Michelangelo vivió una bellísima historia de amor con su Ganímedes, Tommaso Cavalieri. Se conocieron en 1532. El joven tenía veintidós años. Él, cincuenta y siete; una vida más. Ya había llegado a esa edad en la que las pasiones se aplanan y se tiene cierto alivio inconfesable de que así sea. Sin embargo, la punzada.
El maestro hacía estos dibujos de tiza para que el discípulo los copiara. ¿Qué debía copiar? ¿El águila voraz? ¿Ganímedes cediendo? ¿Qué ocurría cuando Tommaso repetía esas imágenes sobre el cartón? ¿Le temblaba acaso la mano?
“No hay otro hombre que se te asemeje, ninguno que te iguale… Me apena grandemente que no pueda recuperar mi pasado y así, de esa manera, por más tiempo estar a tu servicio”. Hubiera querido ser joven. No importa, Tommaso lo será por él. 
Los años transcurrieron. El maestro se enamoró de Vittoria Colonna, el discípulo se casó con otra. Mientras tanto se descubrió un nuevo mundo, los papas pasaron uno tras otro, la Sixitina se llenó de cuerpos celebrados como capillas. Y el 17 de febrero de 1564, casi a la medianoche, Michelangelo Buonarroti murió. Tommasso lloraba a los pies de la cama.

miércoles, 22 de mayo de 2013

El amor después del trabajo

De la serie Los amantes, Ricardo Carpani, circa 1975
Son cuerpos que se funden, metal a metal, músculo a músculo. Tienen los nudillos ásperos, los dedos gruesos de martillos y de tornos. Son un bloque de acero enamorado.
Cualquiera diría que a los cuerpos endurecidos por el trabajo les es difícil el amor suave. Pero no. Aun el pezón metálico de ella está empinado de amor.
Curiosamente, estos cuerpos evocan las figuras de mármol que Miguel Ángel talló para la capilla florentina de los Medici; los muslos fuertes, tensos; los brazos membrudos.
Se podrá decir que Miguel Ángel talló divinidades en cuyos cuerpos inmortales se jugaban el Caos y el Cosmos, el desorden y el orden, la vida y la muerte. La Aurora y el Crepúsculo, se llaman. ¿Pero acaso estos cuerpos proletarios no hablan de lo mismo? ¿No son éstos dos bloques que pugnan por ser uno?
Ricardo Carpani (1930/1997) pintaba cuerpos monumentales, heroicos. Músculos, tendones, cartílagos que anunciaban epopeyas. Como la epopeya del trabajo y del amor.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Máquinas

Embarque de cereales, Benito Quinquela Martín, 1934

Son una máquina, como lo son las ruedas, el volante y el engranaje que forman un reloj. Cada cuerpo en un esfuerzo unísono. La bolsa, la bolsa mundo, la bolsa montaña sobre la espalda que sin embargo puede. Los riñones que aguantan el peso de otras bolsas. El espaldar que tira de la cuerda como si quisiera subir el humo de las chimeneas.
Un modo de ser del cuerpo es el cuerpo colectivo. El cuerpo hecho de muchos cuerpos coordinados. Los cuerpos de hombros anchos y piel cetrina como las aceitunas maduras. Esta imagen testimonia la mecánica alborozada de los cuerpos cuerpo.
En La Boca “todo me era más fácil –decía Benito Quinquela Martín (1890/1977)-, la atmósfera y las cosas estaban en mi retina desde hacía años. No había objeto que no me fuera familiar. Sabía cómo se movía cada músculo del cuerpo al cargar o al descargar”.
Quinquela había acarreado bolsas y sabía de la complacencia de los músculos que se contraen y se elongan en el esfuerzo, magníficos, vitales. Entonces pintaba la alegría de los músculos, que es también la alegría del trabajo. El trabajo que produce un mundo.
El lomo encorvado bajo las bolsas, tambaleando sobre las planchadas que oscilan, es también el trabajo alienado. El trabajo en el que el hombre no se reconoce, precisamente, porque es apenas un engranaje en la maquinaria inmensa. Habrá que esperar veinticinco años para que el Grupo Espartaco hable de esos cuerpos duros y ajenos. 

miércoles, 8 de mayo de 2013

La Urpila

La Urpila, Ramón Gómez Cornet, 1946, 
Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires

Tiene el color de la tierra. La ropa de medidas equivocadas. Las manos grandes del trabajo. Los pies descalzos de la pobreza.
El cuerpo escora, se desmorona como las laderas de la montaña que deshace lentamente el viento viejo. El cuerpo hambrecido de las sequías.
Los ojos tristones miran desde allá adentro. La Urpila no es Juanito Laguna, que remonta barriletes. La Urpila no remonta nada. Ella misma es una palomita, como indica su nombre.
Ramón Gómez Cornet (1898/1964) tonteó con el impresionismo y otros “ismos” aprendidos de segunda mano en Europa. Hasta que comprendió que esas doctrinas no le servían para pintar los niños desolados de su Santiago del Estero natal. Ahí fue cuando de todas mis pasiones hice una bolita de barro y la arrojé lejos de mí con el mayor de los desprecios, declaró.
La enseñanza de Gómez Cornet para nuestra historia es que el cuerpo no es el canon de las proporciones humanas que quería da Vinci, ni la imagen que vemos cotidianamente en nuestras pantallas. Somos de la misma materia que la tierra. Inexactos, oscuros, reales.

miércoles, 1 de mayo de 2013

La anatomía inverosímil

La grande baigneuse (también llamada 
La baigneuse de Valpinçon), 
Jean Auguste Dominique Ingres, 1808, Louvre, París

Se ofrece y, al mismo tiempo, se rehúsa. Acaso el erotismo que respira nazca de ese gesto histérico. Me doy (a la mirada del otro). No me doy; vuelvo el rostro, niego (mi mirada).
O, tal vez, la sensualidad provenga del sosiego del aire. Nada transcurre; ni el tiempo, ni el espacio congelado.
Dijimos erotismo, sensualidad; podríamos haber dicho voluptuosidad. Pero no dijimos cuerpo. Entonces reparamos en el cuerpo.
No parece haber huesos debajo de esa piel suntuosa. Los redondos hombros están como desequilibrados. La pierna debajo de la otra pierna no es verosímil. Y en esa larga espalda hay demasiadas vértebras. No son treinta y tres, como debe ser. Hay, por lo menos, tres sacras más.
A Jean Auguste Dominque Ingres (1780/1867) la anatomía le importa tres pitos. Los críticos reclaman airados esas vértebras de más, esos miembros como separados. Lo acusan de manierismo a la violeta.
Pero, para representar el erotismo, no es necesario que el cuerpo representado sea exacto como una escuadra milimetrada. Es necesaria una poética, una invocación que va más allá de quién sabe dónde.