miércoles, 29 de agosto de 2012

Pero

Der Wanderer über dem Nebelmeer (El caminante sobre el 
mar de nubes), Caspar David Friedrich, 1818. 
Kunsthalle, Hamburgo, Alemania
He aquí el hombre ante la Naturaleza. Tiene la altura de las montañas. Pisa firmemente el promontorio. Los zapatos se le ensucian de nubes. No le da vértigo el precipicio. Ocupa el centro de la imagen, la domina. 
Caspar David Friedrich (1774/1840) es uno de los primeros románticos; cree en el hombre imponente y la emoción como el modo más atinado para expresarlo. No es éste el único de sus cuadros donde el cuerpo se impone al paisaje. Hay otras inmensidades y otros hombres: la orilla lejanísima del mar (1808/1810), los acantilados blancos (1818), un mar de hielo (1823/1824). 
Hay quien dice que el caminante representa la corporalidad (el cuerpo del promontorio) que tiende a la inmaterialidad divina (las nubes). Puede ser. Lo innegable es que en esta imagen hay un relato, una búsqueda de causas finales, una teleología segura de sí misma, confiada. 
But it would, Martin Stranka (www.martinstranka.com)
Ese relato ha desaparecido en la posmodernidad. No hay más que mirar esta fotografía de Martin Stranka (Most, Chescolovaquia, 1984) que, no por acaso, se llama But it would (“Pero sería”), un título incompleto compuesto de un condicional innominado (would, “sería”) y una oposición (but, “pero”) que lo niega. No hay un sentido preciso en la imagen de este hombrecito, este cuerpecito sin color, empequeñecido, iluminado desde arriba quién sabe por quién. Es necesario completar el sentido puesto que el sentido de los grandes relatos se ha perdido.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Escribir las imágenes

Le lion ayant faim se jette sur l'antilope, Henri Rousseau, 1905. 
Fondation Beyeler, Riehen, Suiza

“El hambriento león salta sobre el antílope y lo devora. La pantera espera ansiosamente el momento cuando también obtendrá su parte. Las aves de carroña ya arrancaron un pedazo de carne del lomo del pobre animal que vierte una lágrima. Atardecer”.
Esto escribió Henri Julien Felix Rousseau (1844/1910) en el catálogo de 1905. El Aduanero, como le llamaban por su triste oficio de agente de aduanas de segunda clase, hablaba sus pinturas. Los que saben llaman a esto écfrasis (en latín ekphrasis, que proviene de ek, “afuera” y phrasis, “palabra”), esto es, dar la palabra a algo inanimado; en este caso, imágenes.
Desde luego, titular la propia obra, darle un nombre, es otro modo de la écfrasis puesto que condiciona al ojo y, por ende, promueve un sentido. Pocos tan elocuentes como este El león hambriento se lanza sobre el antílope.
¿Qué sucedería si cambiáramos el título? Por ejemplo, L’hibou taciturne regarde l’assasinat del’antilope (El búho taciturno mira el asesinato del antílope). Y, enfocando la mirada en particular sobre esa ave mal retratada, arriba, en el centro, escribamos un texto alternativo: “El búho se ha posado sobre la copa de un árbol frondoso. Observa, taciturno, el horrible león asesino con una calma extraña. Amanecer”. (Ese sol rojo bien puede ser el sol del alba, no el del atardecer).
Con esta operación hemos escrito la imagen de otro modo. El foco estaría ahora en el búho. Ya no sería la hora en la que hacia el vado desciende el azorado trote de las gacelas, como decía Leopoldo Lugones. Y hasta habríamos formulado un juicio de valor sobre el león asesino y ya no inocentemente hambriento.
En Imágenes del cuerpo hacemos écfrasis todo el tiempo. Es el propósito de esta bitácora: registrar nuestra travesía por las imágenes hasta completar una historia más o menos universal del cuerpo.
Claro que la écfrasis tiene sus limitaciones. Hay una autonomía de las imágenes, un más allá de las palabras. Las imágenes tienen un punctum, un punto sensible que atrae, inevitablemente, el deseo del ojo. El león, no el búho.
La palabra, entonces, puede hasta ahí nomás. ¿Pero por qué cuestionar los alcances de la écfrasis si ésta es el fundamento mismo de nuestras Imágenes del cuerpo
En la vieja universidad cientificista se enseñaba que una tesis es válida sólo si se puede refutar. Análogamente, un proyecto sólo es válido si puede impugnarse a sí mismo. Es lo que estamos haciendo.

miércoles, 15 de agosto de 2012

La vieja dama indigna

Mundo, demonio y carne, Juan Manuel Blanes, 1886. Museo 
Nacional de Bellas Artes Juan Manuel Blanes, Montevideo

“…acostada, en toda su opulencia carnal, pleno el bello cuerpo desnudo, con sus lomas y sus oquedades y sus curvas nacaradas, en escorzo sobre la damasquina superficie que reposaba sobre un sofá, al aire torso y senos, suavemente entrecruzados los pies, una mano en alto, la otra sobre el rostro, junto al fulgor de una cortina oscura y el relampagueante fondo azul, estaba, rodeada de sedas y colores, como el ojo del huracán...”
Un mal día, Nicanor descubre a su esposa y a su propio padre en un revoltijo de sábanas blancas y sedas verdes. Otro día no menos desacertado entra al estudio de su padre y ve en una gran tela las mismas sábanas blancas, las mismas sedas verdes. Y a Carlota, su mujer, bellamente desnuda, con sus lomas y oquedades.
Entonces Nicanor describe horrorizado Mundo, demonio y carne, ese cuadro de su padre, Juan Manuel Blanes (1830/1901). En realidad, quien lo hace es la novelista María Esther de Miguel, que relata este trío trágico en “El general, el pintor y la dama”. (La biografía real de Carlota Ferreira en www.historiasconlupa.blogspot.com). 
Hay quien cree que esta pintura representa un súcubo, ese demonio que toma la forma de una mujer para quitar gota a gota la vitalidad de los monjes y los hombres buenos. Es curioso, la palabra súcubo deriva del prefijo sub, “debajo”, y del verbo cubare, “yacer”. De modo que “yacer debajo”. Y ésta es la amenaza: el demonio-mujer quiere que el varón yazga debajo, ella pecaminosamente arriba. Como Lilith, la primera mujer creada por Dios, que quería yacer arriba y que, desairada, pronunció el nombre impronunciable de Yahveh y abandonó el jardín del Edén para siempre.
Bien mirada, Carlota está lejos de ser una Lilith. Es sólo una de las tantas señoras demonizadas en el imaginario social de fin del siglo XIX. En este desnudo de decúbito lateral no hay gran qué. No muestra mucho más que las nalgas espléndidas, apenas el perfil de un pecho.
Simplemente, Carlota (en el caso de que fuera realmente Carlota) ha sido pillada en su intimidad. Como La ninfa sorprendida que Édouard Manet pintó cuarenta años antes. Sólo que la ninfa no estaba avergonzada.  

miércoles, 8 de agosto de 2012

El enigma del pezón

Presunto retrato de la duquesa de Villars y Gabrielle d’Estrées en 
el baño, anónimo, Escuela de Fontainebleau, circa 1594, Louvre, París

Todo es artificioso, irreal. Los cuerpos blancos, redondos, son sensuales. Pero lejanamente sensuales. Las mujeres son tan semejantes que angustian un poco. La diferencia más perceptible es el simulacro de las pelucas.
Pero el punctum de esta imagen, ese algo inexpresable que captura la mirada, es ese suave pellizco del pezón de Gabrielle d’Estrées por parte de su hermana Julienne, duquesa de Villars. ¿Caricia? ¿O, más bien, señalamiento?
Gabrielle (1571/1599) era la maitresse-en-titre del rey de Francia Enrique IV (1553/1610). En 1594,el año del retrato, nació el hijo de ambos, César, legitimado dos años después como duque de Vendôme. Es cuando Julienne aprieta delicadamente el pezón del que mamará el futuro duque. De modo que el pellizco es señalamiento.
El embarazo embellece a Gabrielle, que se muestra magníficamente desnuda sin pudor, como lo haría una diosa grecolatina. De allí también el baño, probablemente en vino, para apaciguar la piel tirante del vientre abultado. Hacía rato que la Iglesia desaconsejaba el pecado del baño a sus creyentes; el agua inmunizaba menos que una saludable capa de suciedad.    
Pero hay más. Con su mano izquierda Gabrielle sostiene un anillo; diríamos que pellizca el anillo en un pellizco paralelo al pezón pellizcado. Se nos dice que es el anillo de la coronación en la catedral de Chartres, el anillo de las nupcias de Enrique con el reino de Francia, que el monarca le dio secretamente como señal de amor.
Ahora, ¿quién es esa mujer al fondo ocupada con su costura? ¿La que prepara el ajuar del niño? ¿La que cose el vestido de novia? Porque el rey quiere desposar a su amante.
Un escándalo. El papa Clemente VII dispone que los romanos ayunen para impetrar a Dios un milagro que desbarate semejante disparate. Los embajadores conspiran. Los cortesanos murmuran, como siempre.  
El jueves santo de 1599, Gabrielle cena en casa del banquero Sébastien Zamet, que la halaga como una reina. Le dan un limón (o una naranja, no sabemos bien) extrañamente agrio. El viernes santo un dolor de siete cuchillos le desgarra el vientre. Y muere.
Tal vez aquella costurera no cosía el ajuar de un niño, ni el vestido de novia que Gabrielle nunca usó. Quizá cosía su mortaja temprana.

miércoles, 1 de agosto de 2012

La piel maldita


De español y mestiza, castiza, Miguel Cabrera, 1763, 
Museo de América, Madrid

Estos cuerpos son mentira. Ninguna mestiza podía llevar seda. La castiza (la niña que es hija de ese español y esa mestiza) nos mira engreída de su buen origen. Pero ella tampoco podía llevar ni encajes, ni aretes, que eso quedaba reservado a las señoras blancas (es decir, españolas). El caballero sí; casaca, chupa y peluca empolvada. Pero también miente. No tendría en público esa afabilidad con una mujer impura de sangre. Que una cosa es ser amo y señor y muy otra mostrarlo a las gentes.
Éste es uno de los llamados cuadros de castas que mandaron hacer los virreyes para que sirviesen de clasificadores en los casos en que los tribunales reales tuvieran que vérselas con conflictos en los que estuvieran en duda grados de mestizaje.
Las tablas de castas (en su acepción de linajes) eran dispositivos de diferenciación social que distribuían a los indianos donde les correspondía. Había cierta inclinación entomológica en aquellos virreyes, puesto que castas alude también a los insectos sociales especializados por su función. Después de todo, muchos de estos cuadros fueron a parar al Real Gabinete de Historia Natural de Carlos III.
Lo cierto es que la clasificación de los cuerpos en blancos, indios y negros dirimía cuestiones fundamentales, tales como quién llevaba el estandarte real en las procesiones, quién podía integrar ciertos gremios, quién se llevaba azotes en la plaza pública o, por el mismo delito, una amonestación si el delincuente era español.
No es casualidad que estos dispositivos raciales hayan sido ordenados hacia fines del siglo XVIII. Para entonces la América española era una confusión de mestizaje que había que aclarar.
Lo peor de los cuadros de castas es que discriminaban negativa pero también positivamente. Si alguien no tenía la desgracia de tener el pellejo cobrizo como un indio o negro como un africano, podía llamarse a sí mismo gente de razón, español dotado de juicio. Y aun si tenía cierta coloración pálida, podía sentirse por encima del que la tenía más oscura. Esto es, aun los mestizos discriminados defendían su infame lugar en la escalera. La discriminación de los cuerpos y las razas también es eso.