miércoles, 25 de julio de 2012

El toro negro y el caballo blanco


La muerte del torero, Pablo Ruiz Picasso, 1933. Musée Picasso, París

Es un amasijo de cuerpos. El toro que embiste hasta el borde mismo de la tela. El torero estropeado. Y el caballo que grita.
Si la confusión es demasiada, hay que mirar los ojos de cada uno. El ojo empecinado del toro. El ojo muerto del torero. El ojo espantado del caballo. 
Pero no importa. Lo que importa es la confusión de la muerte que, esa sí, está por igual en el toro, el torero y el caballo.
Algo ha andado mal en la liza. Los picadores con sus puyas no han medido bien la bravura del toro. O el matador calculó mal la cornada. O el animal amagó por derecha y acometió por izquierda. O no estaba débil, suficientemente desangrado por los arpones de las banderillas.
Lo cierto es que el toro-muerte ha embestido, está embistiendo.
Picasso (1881/1973) era un mocoso de ocho años cuando pintó su primer óleo sobre la tapa de una caja de puros: El picador amarillo. Después hubo decenas de representaciones taurinas. Casi siempre hubo un toro negro y un caballo blanco. Hay quien dice que uno es el principio masculino y el otro el femenino. La violencia del que seduce y el sometimiento consentido del que es seducido.
Es como la suerte de varas, dicen. El picador coloca al caballo de modo que sea embestido por el toro. (El caballo en la realidad está vendado, vendado como el destino en ese ruedo asesino.) El toro embiste y recibe entre la nuca y el lomo la vara sangradora.
El caballo que se ofrece (en realidad, es ofrecido por el picador) para la embestida. Y el toro que embiste. Erotismo, sacrificio y muerte, diría Georges Bataille.
En los 30, Picasso realizó una serie de grabados donde transcribió su relación física con su jovencísima (tenía diecisiete años) amante y modelo, Marie-Thérèse Walter. Son batallas de amor, vehementes. En una de ellas, Violación IV, un hombre todo músculos embiste a una mujer, la cubre con su propio cuerpo, la penetra ferozmente. Ella, debajo, tiene el cuello doblado y grita. Como el caballo blanco.

miércoles, 18 de julio de 2012

Sombras, nada más


Campos de concentración, Ernesto Deira, 1961

Parecen rostros oscuros en la oscuridad. No, no son rostros, son máscaras indescifrables, espantosamente semejantes. Una reiteración de máscaras, una reiteración de ojos atentos. Son, pues, una masa oscura en la oscuridad.
El título engaña. No son campos de concentración. Es la sociedad asediada. Por eso los cuerpos esperpénticos a lo Goya están encerrados, casi sin espacios vacíos. Por eso también los gruesos pincelazos de rojo, rojo como el rojo rupestre de los primitivos.
Ernesto Deira (1928/1986) fue uno de los cuatro (los otros eran Noé, Macció y de la Vega) que formaron el movimiento Otra figuración iniciado a fines de los cincuenta. Era la fiesta dorada de los sesenta, pero también la represión a cientos de sindicalistas y activistas estudiantiles que dieron a parar con sus huesos a la cárcel de la isla de los Estados, reabierta para la ocasión.
El arte ya no estaba en condiciones de expresar aquellos tiempos en los que la humanidad estuvo a un tris de la guerra atómica. La buena pintura, la modosa pintura del realismo, era falsa.
La editorial Losada había editado unos años antes Los caminos de la libertad, la espléndida novela de Jean-Paul Sartre que señalaba la angustia del hombre, libre, pero marcado por una sociedad que se deslizaba, siempre se deslizaba, quién sabe adónde. De allí la angustia de esas figuras confusas, encerradas, oscuras.
Y las máscaras son indescifrables porque si fueran descifradas revelarían el horror del rostro verdadero del hombre, esa sombra que es –decía Carl Gustav Jung- aquello que desconocemos de nosotros mismos.
El viejo maestro suizo relataba un sueño de adolescente. Era de noche en algún lugar desconocido. Yo estaba realizando una lenta y penosa caminata con un fortísimo viento que venía de frente. Mis manos protegían una débil llama que amenazaba con apagarse en cualquier momento. De pronto, tuve la sensación de que algo venía detrás de mí. Volteé y vi una gigantesca figura negra que me seguía. En ese momento estaba conciente, dentro del terror que sentía, que yo debía mantener viva la llama y alejada de los peligros, a pesar de la noche y el viento.
Al despertar me di cuenta que esa figura era mi propia sombra en las tinieblas, que se ponía en evidencia por la pequeña llama que yo portaba. También supe que esa pequeña llama era mi conciencia, la única luz que poseo.
Ernesto Deira pintaba sombras para mantener encendida su luz a pesar de los vientos de la modernidad.

miércoles, 11 de julio de 2012

El origen del mundo


El origen del mundo, Gustave Courbet, 
1866, Musée d’Orsay, París

La imagen es suficientemente explícita. No hay nada que decir. No hay palabras que la conviertan, como a todas las imágenes, en un relato. Pero este pequeño cuadro (55x66 centímetros), colgado en una pared lateral del Orsay, inquieta.
No es el realismo, esa obsesión por los detalles, aun los triviales, que destruye la ilusión. Es el encuadre.
Gustave Courbet (1819/1877) descuartiza el cuerpo. Le arranca los brazos, las piernas, la cara que haría de esta mujer una mujer. Sólo se queda con la vulva y el pubis en un primerísimo primer plano. Fuerza hasta la miopía la mirada del que mira.
Es eso: una mirada cerquísima. Tanto, que mata el erotismo. Es una metonimia, toma una parte por el todo. Entonces el cuerpo, el erotismo del cuerpo, desaparece.
Y, sin embargo, esta imagen miope fue celosamente ocultada durante más de ochenta años.
Al principio no tuvo nombre, tampoco firma. Ni siquiera precio. Courbet se lo regaló a un diplomático turco que había ido por el ya vendido Venus et Psyché y que se fue con el lésbico Les dormueses. L’origine du monde era la yapa.
En 1899, Edmond Goncourt lo encontró en un negocio de antigüedades, escondido detrás de un paisaje del propio Courbet en los tiempos en que pintaba con alguna decencia. En 1913, se fue a Budapest en los baúles de un barón húngaro. La Wehrmacht lo secuestró como prueba del arte decadente de las democracias occidentales y el Ejército Rojo bolchevique, extrañamente, lo devolvió. En 1955, finalmente, lo compró Jacques Lacan.
El origen del mundo se encontraba en buenas manos. Lacan teoriza como nadie sobre la mirada, el deseo de mirar, la mancha. Pero él también lo escondió.
André Masson sobre El origen del mundo, 1955
El psicoanalista lo llevó a su casa de campo. Y lo tapió. Le pidió a André Masson que dibujara un paisaje reproduciendo cuidadosamente las líneas del cuerpo. Allá donde había vello, se superpuso un bosque (¡vaya originalidad!). Un dispositivo de marco con doble fondo ocultaba la imagen original. Una corredera permitía desplazar la tapadera dibujada. (Lo cual no deja de ser un tanto perverso).
Lacan quería esconder esa hendidura escandalosa. Para él, éste era el lugar del horror, un agujero totalmente abierto, una cosa de una oralidad extrema, con una esencia incognoscible; un real. Un vacío, un exceso, algo que no tiene palabras.
Años, después la feminista Luce Irigaray embiste contra Lacan. La vagina no es un vacío, dice, sino el océano de una sexualidad compleja, sin límites. No hay por qué asustarse de El origen del mundo

miércoles, 4 de julio de 2012

Un sueño diurno


Filosofía en el tocador, René Magritte, 1947

¿Qué diablos es esto? Zapatos, pies, camisón, pechos. Una imagen inestable, puesta en duda.
No caigamos en la confusión. Miremos. Un par de zapatos que, como cualesquiera otros, tienen la forma de los pies de tanto andarlos. Pero también dedos, pies, cuya forma repiten los semizapatos. Son miembros-fantasmas.
También vemos pechos desnudos, recién levantados de la cama tibia. Pero el camisón moldeado por los pechos se hace pechos, cuerpo.
Los zapatos y el camisón son falsos, inciertos, titubeantes porque no reproducen puntualmente la realidad. La pintura está repleta de malentendidos que abren una realidad mágica.
Los zapatos, pies, camisón, pechos son el fantasma del cuerpo. La evocación de un cuerpo femenino, una fantasía. Un sueño diurno que realiza, con cierta benevolencia de la censura, un deseo: mirar (es decir, apropiarse) ese cuerpo íntimo.
Éste es el juego de René François Ghislain Magritte (1898/1967): no pintar la realidad sino la magia de la realidad. Alguien dijo que sus cuadros son trompe-l’œil (una trampa para el ojo) que declaran que son, efectivamente, trompe-l’œil. Y que entonces no lo son.