miércoles, 28 de marzo de 2012

El aura

Las meninas (o La familia de Felipe IV), Diego Velázquez, 
1656, Museo del Prado, Madrid 

Es un  formidable artefacto de miradas. A primera vista, se diría que casi todos los personajes nos miran. La infanta Margarita parece el centro de la composición. De pronto, uno advierte que atrás, en el fondo, aparecen Felipe IV y Mariana de Austria reflejados en un espejo. ¿No será que el pintor está retratando a los reyes? ¿No será entonces que nadie nos está mirando sino que están mirando a los reyes? ¿No será que lo central del retrato son los monarcas presentes como reflejos pero ausentes del cuadro, puesto que están fuera de la sala? ¿No será que el retrato es la mirada absoluta del rey y la reina? Engaño de ficción y realidad, presencia y ausencia.
Lo que es innegable es que el cuerpo de Diego Velázquez (1599/1657) está allí. No en su propia imagen, a la izquierda, la paleta modesta de colores en la mano. Sino en la materia misma del cuadro.  En el óleo que atesora sus pinceladas largas, sueltas, exactas. En los trazos oleosos que retienen ese pulso, ese latido. Velázquez está en la memoria matérica de Las meninas.
Walter Benjamin llama a esto el aura. El aquí y ahora de la producción del cuadro. Eso que lo hace único.

miércoles, 21 de marzo de 2012

La máquina

Es una calle de Nueva York, pero podría ser Buenos Aires o Bangkok. Hay algunas coordenadas convencionales: West 44th Street, one way, el reloj que da las dos menos veinte. Pero no es lo importante. Lo importante son los cursores que recortan la figura de algunos de los transeúntes. En especial, ése. Ése, a la izquierda, que habla sospechosamente por su celular. La pantalla advierte: “Podría matar por un aumento”.
La imagen fue generada por la máquina. Una formidable computadora que procesa instantáneamente la información proveniente de los cajeros automáticos, las cámaras de seguridad, los videos de tránsito, los satélites que giran aburridos alrededor de la Tierra.
La máquina produce imágenes indiciarias. A cada uno lo identifica con su número de seguridad social. He ahí decenas de indicios. En base a ellos clasifica, mide, encuadra, separa a las personas que interesan de la multitud irrelevante.
Las videocámaras nacieron como una necesidad de la seguridad. Queríamos que nos miraran, que nos custodiaran. Después, no nos dimos cuenta que esas lentes insomnes nos miraban, nos seguían adonde fuéramos, incluso dentro de casa. Ahora la máquina es omnividente. Y también prevé, como una pitonisa infalible.
Ésta es la ficción que propone Person of interest, la serie de Warner.
¿Qué tiene que ver esto con el cuerpo? Todo, porque de lo que se trata es de la incapacidad del cuerpo ante la tecnología. Nuestros ojos son incapaces de mirar la infinidad de imágenes que generan constantemente cientos de miles de ojos mecánicos. Aun cuando nos sentáramos ante un muro ilimitado de pantallas, no podríamos mirarlas, es decir, discernir qué es lo relevante y qué no. De modo que hay un mundo de imágenes no miradas, imágenes que miran sólo las máquinas. Un mundo inquietante de miradas sin dueño. 

miércoles, 14 de marzo de 2012

No quieras tocarme

Noli me tangere, Correggio, circa 1515
Museo del Prado, Madrid

Es el alba de la resurrección, allí al fondo. Los pies de Cristo están extrañamente cruzados, uno delante de otro. También el cuerpo tiene ese no sé qué de desequilibrio. Como leve. Magdalena, no. Magdalena está abatida en tierra, la bella cabeza en escorzo. Pero son las manos las que dicen el desencuentro.
Sabemos que Cristo advierte: No me toques (San Juan, 20:17). Podría no haberlo dicho. La frase está en la mano derecha (uno diría “la dulce mano derecha”) que detiene a la mujer. La mano de Magdalena, que está en la diagonal de Cristo, reprime entonces el tocar.
Ésta es la clave del desencuentro figurado por Antonio Allegri da Correggio (1489-1534).
Cristo ha resucitado. Pero la resurrección no es un retorno a la vida. Es un modo de estar ante la muerte. Ya no es semejante a sí mismo, por eso Magdalena no lo reconoce hasta que la llama. Es otro, un desaparecido que aparece en su muerte.
Magdalena, en cambio, vive. Ella es la que más ostensiblemente tocó el cuerpo de Cristo, la que ungió con aceite sus pies y los secó con su cabellera. Ahora se le dice que no lo toque. Comprende entonces que su deseo de tocar es el de tocar el cuerpo recuperado de la resurrección. Pero ya vimos que el cuerpo resucitado de Cristo no es el mismo. Es una presencia que es una ausencia, y no se toca lo que es sagrado.
Como dice Jean-Luc Nancy, el cuerpo carnal de María de Magdala es el que revela el cuerpo glorioso.

miércoles, 7 de marzo de 2012

De metal somos

Terminator, James Cameron, 1984

El ojo derecho no es más que la prueba de que ese ojo rojo es el verdadero. La piel rota muestra la vulnerabilidad de la piel humana. Debajo, se ve la estructura de adamantio, casi indestructible.
Terminator es un simulacro. Pero esa simulación es también una utopía necesaria. Porque el cuerpo humano es obsoleto. No puede contener, no digamos procesar, sino una parte de la compleja información que se produce en el mundo segundo a segundo. No tiene la precisión de un reloj barato de cuarzo. Sin agua, puede sobrevivir unos pocos días. Sin oxígeno, apenas minutos. Y muere, aunque tenga agua y oxígeno. Antes de morir, que no es lo peor, envejece. ¿Cómo no desear, entonces, un cuerpo adamantino, eterno, todopoderoso? Estos son los cyborgs (acrónimo de cybernetic organism), criaturas híbridas de máquina y organismo. Y decimos “organismo” y no “cuerpo” porque, alguna vez, no habrá diferencia alguna entre los dispositivos cibernéticos y los elementos orgánicos. Entonces, cuando digamos “cuerpo” diremos ese nuevo cuerpo, el cyborg.
Sólo falta que la conciencia sea transferida a una computadora. Ésta es la utopía, éste es el proyecto. Alguien, en algún lugar, tal vez ahora mismo, está trabajando en ese proyecto. Claro que empezó hace muchos años, sin que nos diéramos cuenta. ¿Acaso no tenemos marcapasos, implantes dentarios, miembros ortopédicos, anteojos de présbite?